Henry llegó a esta ciudad, convencido de que pasaría un año maravilloso. Así que tal fue su nivel de sugestión que decidió prolongar su estancia durante una temporada más. Él siempre finalizaba los correos electrónicos que me solía enviar casi todas las semanas con un contundente “debes venir a verme”. Para Henry la posibilidad de hacer las cosas no existía. Todo cuanto estaba en su mano y en la de los demás lo convertía en la obligatoriedad incuestionable de un deber a cumplir. “Un hombre debe hacer lo que debe de hacer”. Otra de sus coletillas favoritas que acompañaba casi siempre detrás de un trago y un vaso en la mano, apoyado encima de una barra señalando con el dedo índice como si hubiera llegado al meollo de la cuestión. El deber de hacerlo todo como un deber, como una obligación, había llevado a Henry a un estado de embriaguez casi permanente en el que la responsabilidad había pasado a ser una paradoja de sus propias convicciones. Sin embargo, era divertido verle disfrutar como nunca antes lo había visto, agarrando el micrófono y torciendo el cuerpo estremecido como si cada una de las palabras que salían de su boca o cada una de las notas que salían del equipo de sonido las hubiera escrito él mismo. Maldito hijo de puta. Estaba irreconocible.