sábado, 12 de febrero de 2011

La ciudad de los bares. 3rd

Henry nunca marcaba la casilla del seguro de viaje cuando reservaba vuelos desde casa. Ni cerraba la puerta de los cajeros automáticos cuando iba a sacar pasta. Decía que era una forma de vivir sin miedo y en parte, razón no le faltaba. Al llegar a aquel bar que en cualquier parte del mundo habrían llamado “karaoke”, que a nosotros nos gustaba llamar “music hall” y que no tenía nada ni de uno ni de otro, Henry decidió —no tardó demasiado tiempo en convencerme— que no estaba tan borracho como en un principio me había parecido. Otra de las habilidades que había desarrollado desde que se trasladara hace ahora más un año a la ciudad de los bares era haberse desinhibido por completo. Todo formaba parte más de una puesta en escena que de una excitación etílica. No le hacía falta estar completamente borracho para llegar más lejos y le divertía de una forma extraordinaria hacer lo que otros llamarían el ridículo. Nada parecía tener ya medida para él y sin embargo seguía manteniendo al menos un pie sobre el suelo. Cuando quise convencerle para volver a casa le cambió repentinamente el rostro, se apaciguó, se deshizo del último trago de tequila y cogiendo la chaqueta me sacó del bar. “No podemos permitirnos vivir con miedo. Es lo que pretende todo el mundo: los Gobiernos, los Bancos, incluso la Iglesia. Constantemente nos incitan a vivir con miedo y eso es algo que no podemos consentirlo”. Cuando Henry se ponía estupendo y las cosas que decía comenzaban a tomar sentido significaba que aunque no hubiera bebido demasiado comenzaba a ir borracho. Ese punto de perspicacia justo antes de perder la memoria y olvidar esas palabras tan exactas y perfectas que realmente recogían lo que realmente quería decir. Si las anotara o las grabara, algún día hasta podría escribir un libro. Pero él adoraba la brevedad de esos momentos de lucidez. Lo que tenía que decir cuando había que decirlo, aunque yo fuera su único público. Es más, siempre había tenido la sospecha de que Henry era de esa clase de personas que de noche y por la calle con unas cuantas copas entre pecho y espalda de camino a casa, va hablando completamente solo diciendo verdaderas maravillas, adquiriendo el mismo misterio y haciendo el mismo ruido que hace ese árbol cuando se cae en mitad del bosque y no hay nadie allí para escucharlo.