martes, 20 de septiembre de 2011

Cuatro orquídeas

Valle de Hecho. En la terraza de uno de los bungalows del camping, una chica marca un número de teléfono. A sus treintaypocos ya no le apetece andar perdiendo el tiempo con mensajes cortos. La noche no es todo lo fresca que debiera y la idea de tomarse un helado, después de colgar el teléfono, cobra cada vez más forma en su cabeza. Acaba de instalarse el verano y parece que lo ha hecho con fuerza. La tranquilidad la envuelve. Esa misma llamada ya la ha hecho antes de esta noche, a otros números de teléfono, con otras personas al otro lado de la línea. No es nada nuevo para ella y la tranquilidad con que pulsa la tecla de llamada y se aparta la melena rubia de la oreja para acercarse el auricular, le otorga una seguridad en ella misma que quien está a punto de recibir la llamada ya quisiera para si.

A 484 kilómetros de distancia un móvil suena. En Canet d’en Berenguer la noche es pegajosa. Ni siquiera el mar es capaz de templar la temperatura y hasta la arena de la playa todavía conserva el calor incandescente que alcanzó bajo el sol del mediodía, como si fuera el rescoldo de unas ascuas que han ardido. La figura de un chico sentado justo enfrente de la línea de agua en la que desaparecen las pequeñas olas que se introducen en la bahía, se dibuja como una inexistente escena nocturna de Sorolla y se antoja entre humana y teatrera. El timbre del teléfono rompe el sedante sonar del agua marina hasta que responde. Sabe quien es. A sus veintimuchos, la conoció hace cuatro días y en ese tiempo no ha dejado de pensar en ella.

A la mañana siguiente una orquídea apareció muerta junto a la ventana.

Ella se empeñó en acompañarle hasta la parada de taxis. Él no ofreció ninguna resistencia. Todo lo contrario. Se alegró de que la noche le brindara una última oportunidad para intentarlo, aunque fuera a la desesperada. Hacía tiempo que no tenía una conversación tan agradable con una chica y se empeñó en estropearlo. Todo hacía pensar que era el momento de estrellarse. Ahora o nunca. Lo intenta. Le niega. Ella sigue enamorada del tipo que la dejó hace tres meses.

A la mañana siguiente otra orquídea apareció muerta.

Bajo el olmo que gobierna el pueblo dos siluetas están sentadas en la penumbra de una de las farolas de la plaza, sin decirse nada. Las dos esperan algo de la otra, pero ninguna dice nada.

Cada vez le duelen más las verbenas de verano.
Ha vuelto a llegar tarde. Algo más de un año tarde.
De haberlo sabido habría sido distinto.
(¿Por qué callarse? ¿Por qué escondernos?)
Cada vez le duelen más las madrugadas de verano tras las verbenas de los pueblos.
El azul de amanecida, el bullicio de los gorriones dispuestos a empezar un nuevo día, el olor a hogazas recién hechas en el horno de leña y el contorno de sus viejas represalias inadvertidas.

Bajo el viejo olmo que gobierna el pueblo dos siluetas se miran tal y como se han estado mirando durante las tres últimas noches. Toda una historia de amor sin palabras. Toda una historia de soslayo. Un baile de los agarrados. Algún cigarro. Un par de gintonics. Dos eternidades en la barra sin decirse nada. Tal y como ahora están esas siluetas sentadas en la penumbra de una de las farolas de la plaza.

–Pensaba que no te quedarías.
–¿Sabes? No me importaría nada comprarme una casa en este pueblo.
–¿Para quedarte?
–Para venir más a menudo.
–Al otro lado de la carretera, en la calle que baja al lavadero, venden una casa.
–¿Me acompañas a verla? (y así, por el camino nos besamos…)

Habría pasado el resto de su vida junta a ella.
Veranear en un camping de montaña o en la playa.

A la mañana siguiente otra de las orquídeas moría sin cuidado.

Llegó y se marchó como si nada.
Era mediodía. Una conversación junto a la puerta. Ella fumaba.
Podría haber sido el chico perfecto.
Quién sabe si hubiera pasado el resto de su vida junto a ella.
Era de noche. Un silencio junto a la puerta. Los dos fumaban.
Llegó y se marchó como si nada.

A la mañana siguiente una orquídea cayó muerta junto al resto.

Al final, terminará acostumbrándose a que todas las mujeres que comienzan a significar algo en su vida acaben alejándose. De una manera u otra la distancia es perceptible, y ya sea con la mucha o con la poca carga de significado que ellas tengan, al margen de carencias llevaderas, siente que algo le falta. Y así, nunca deja de pensar y alimenta sus temores con la incapacidad de dejar la mente en blanco para dejar atrás la agonía del contacto irrepetible, del deseo aplazado, del rechazo clandestino, del amor desconocido, de la duda permanente; como atrás quedan ya las vidas de cuatro orquídeas y un verano.