domingo, 24 de octubre de 2010

La mercería de los sueños. # 6

El sonido que hicieron las campanillas al abrir la puerta del establecimiento ni siquiera inmutaron al gato que reposaba sobre una silla de anea. Era una mercería antigua. Muy pequeña y discreta. Tal vez esa fuera la razón por la que había pasado inadvertida a su atención después de tanto tiempo viviendo en el Centro. Solamente dos cortos pasos separaban el mostrador de la entrada. A ambos lados, estanterías y armarios con múltiples cajones de todos los tamaños rellenaban el reducido espacio de la tienda. Frente a él, un enorme espejo tras los cristales de una vitrina le mostraba lo rídiculo que se veía entre lencería, retales, hilos, cremalleras, cintas, broches, abalorios y botones. Si algo se puede decir de una mercería es que es tan femenina como el ciclo de la luna y su efecto en la marea. Hasta el gato se percató de lo inapropiado de su presencia y dejando un maullido a medias desapareció de un salto, sin miedo e indiferente, por los bajos de las cortinas estampadas que ocultaban la trastienda.
Acto seguido una mujer de pelo rubio salió de la rebotica  con una cinta métrica colgando del cuello y tras correr con cuidado las anillas de las que pendía el telón, se preocupó de que este no quedara entreabierto, como si quisiera ocultar las vergüenzas del desordenado almacen que se escondía tras las cortinas. Se dio medio vuelta y colocándose frente al mostrador se dirigió a su nuevo cliente para atenderle con una sonrisa alegre.
Buenas tardes ¿en qué puedo ayudarle?
El señor, todavía extrañado y con la duda de no saber exactamente qué es lo que buscaba, titubeó unos segundos incapaz de articular palabra mientras procuraba apartar su mirada de la angelical luz que habitaba en la dependienta.
 ¿Se encuentra usted bien, caballero? Se dirigió de nuevo al señor encogiendo el cuello y elevando los ojos para intentar alcanzar a ver con claridad la cara del cabizbajo cliente.
Las palabras de la mujer le hicieron reaccionar y reconocerse como lo que no era: un hombre carente de cordura que se deja llevar por los impulsos e inquietudes lejos del raciocinio que el control de sus pasiones le proporciona. Entrar en lugares de los que desconocía su existencia sin motivo aparente no entraba dentro de sus prácticas habituales, y ni mucho menos parecer un perturbado que amedrenta a señoras y dependendientas desvalidas a la hora de cierre.
Perdone. Respondió el señor recuperando la compostura. No sabía que aquí hubiera una mercería. ¿Lleva usted mucho en el barrio?
Pues a decir verdad empiezo a pensar que ya llevamos demasiado tiempo por aquí.
¿Llevamos?
Mis hermanas y yo. Abrimos esta pequeña mercería cuando llegamos a la ciudad hace ahora muchos años.
Es extraño. Vivo a sólo dos calles de aquí y nunca me había fijado en su establecimiento.
Bueno… Será porque es usted todo un señor y nunca ha tenido la necesidad de zurcirse calcetines o comprarse unos pantys.
Aquella mujer de iluminada mirada había conseguido arrancar de su herido rostro lo que hacía semanas que nadie conseguía: una sonrisa sin tapujos. Tras unos segundos recordando la fresca esencia del sentido del humor que ya casi yacía en su olvido, el señor recapacitó mientras contenía la risa y arcaizaba de nuevo el rictus. En seguida cayó en la cuenta del motivo por el que había entrado en la mercería haciendo sonar las campanillas de la puerta que ni siquiera inmutaron al gato indiferente que reposaba sobre una silla de anea. Al fin y al cabo no había dejado de buscar una razón para todo lo que hacía y puesto que ya era mayor para reconocer ciertas facetas de su personalidad, no quiso adivinar que lo que realmente estaba haciendo era justificar los cautos impulsos que un liberador cambio de aires le exigía.
En realidad… venía buscando una cosa. Hizo una breve pausa para asumir con resignación la situación a la que se enfrentaba. Verá. Resulta que he perdido uno de los botones de una chaqueta muy especial para mí y quisiera recuperarlo. He buscado por todas partes sin encontrar nada y al ver abierta esta mercería he pensado que a lo mejor…
A ver dígame… ¿Y cómo era ese botón?
Negro… De nacar… Nunca en su vida imaginó que algún día tuviera que describir un botón.
La mujer sin dejar de sonreir y reconociendo en la actitud del caballero la inocencia del que a pesar de la edad llega de nuevas a algunos lances de la vida, alargó los brazos y acercó hacia el centro del mostrador una pecera redonda, más decorativa que otra cosa, llena de botones; de todos los tamaños y todos colores.
Pues bien, si no me da más señas puede ir buscando por aquí a ver si ve alguno que se le parezca. Mientras yo voy a ir recogiendo algunas cajas que tengo dentro. En seguida salgo
 Las campanillas de la puerta sonaron en cuanto ella entró a la rebotica. Cuando la mujer asomó la cabeza por la cortina aquel extraño caballero ya no estaba. Solamente un puñado de botonos esparcidos por el mostrador.

sábado, 9 de octubre de 2010

La ciudad de los bares. 1st

Lo bueno de aquel bar era el escenario y el micrófono.
La entrada también tenía su encanto. Eso de estar en un sótano y las escaleras que había que bajar hasta la puerta le daban un carácter especial que difícilmente podía encontrarse en otros locales de la ciudad de los bares.
A medida que los vasos de tequila y las cervezas iban cayendo, algunas de las personas que las noches de los viernes se dejaban caer por aquel antro de mala muerte y de amigable ambiente se arrancaban a destrozar los grandes éxitos de la música nacional e internacional. La letra no podía leerse en ninguna pantalla. O conocías la canción o se terminaba el espectáculo. Eso era lo bueno. Una única persona en el escenario cantando para un puñado de desconocidos los temas que significaron algo en su vida. Por extraña o recóndita que fuera la canción, siempre estaba o siempre había alguna que inspirara a entonar octavas imposibles para cuerdas vocales defectuosas.
Cuando entré en el bar, Henry estaba cantando una canción de los Blur completamente borracho.