lunes, 26 de octubre de 2009

El vaivén de mis sospechas. Primera parte

Subió al autobús con semblante triste. Se quedó un momento frente a la puerta hasta que decidió que estaba lo suficientemente cansada como para sentarse. En frente estaba él, con cara seria. Como al resto de pasajeros, quiso ignorarla. Distrajo la mirada en el teatro que ofrecía la calle a través de la ventana. Por un momento logra dejar la mente en blanco. Ella se quedó observándolo. Ninguno de los dos sabe los minutos que han pasado. Cuando él levanta la cabeza ella está ahí con su mirada triste y fija, no la aparta de sus ojos, se la aguanta como si ambos quisieran que el otro supiera que lo mira hasta que él desiste, se avergüenza o qué se yo, y devuelve la trayectoria de la vista hacia el teatro que ofrecía la calle a través de la ventana. Ella no ha apartado la mirada y sigue esperando que se vuelva hacia ella. Él recuerda aquel corto titulado El columpio. Cada vez que alza de nuevo la cabeza hace como que pasea la mirada por el autobús pero es para ver si ella le sigue mirando. Es cierto, le sigue mirando. No se atreve a encontrarse otra vez con su mirada. No sabe si es la tristeza de su cara o es que simplemente es guapa. Mayor y guapa. Ella se baja en la estación. Él sigue hasta casa.

martes, 20 de octubre de 2009

Con los pies en la tierra

Me dijo, veo que tienes las cosas muy claras. Yo, como si tuviera razón y como quien calla otorga, no dije nada. Supongo que la engañaba al darle la callada por respuesta y que debí haber despejado mis dudas y destaparme ante ella negando con la cabeza pero, sí sí, veo que tienes las cosas muy claras. No estaría tan seguro.

A diferencia de mucha gente que conozco, malacostumbro a caminar sin levantar demasiado los pies del suelo, a veces casi los arrastro, es por eso que tropiezo a menudo y es por eso que a menudo nunca llego a nada, nunca pasa nada. Ni corro riesgos, ni vivo en las nubes, ni hablo demasiado, ni actúo sin pensarlo y aún así sigo estando hecho al uso del fracaso. 
Que nadie siga mis pasos. Arriesgad, volad, hablad, actuad.

Vivir bajo seguro no garantiza nunca nada y quienes despegan más a menudo los pies del suelo son aquellos que bailan con los más guapos, quienes se llevan el gato el agua y quienes la consiguen aunque no tengan muy claro qué es lo que persiguen. Sí sí, las cosas muy claras. Y de qué me sirve, debí haber contestado en lugar de perder la mirada.

viernes, 16 de octubre de 2009

Qué de abrazos se han perdido

–Cómo sabía yo que algo iba a hacer, cuando las piernas me dolían –Dijo la Abuela mientras dejaba el bastón apoyado contra la pared de la cocina y se sentaba a la mesa para cenar unas sopas de ajo.

Una vez que comienza el otoño en esta ciudad, el entretiempo dura cuatro días.
Ha llegado el frío. Ya lo echaba de menos.
El veranillo de San Martín se hará de rogar.
Ha llegado el frío y la temprana anochecida.
Octubre oscurece como por sorpresa con la muerte súbita de sus tardes.
Como por sorpresa vuelve también el viento –frío– despejando el cielo.
Despojándolo de alambradas.

Sentado también a la mesa, el Nieto se sacude la apatía estirando todo el cuerpo como si estuviera recién levantado.
–¡Ahí va! Qué abrazo se ha perdido –Dice la Abuela antes de agarrar la cuchara.

Y es verdad. Los que se han perdido.
Ahora mismo me vendría bien algo de calor con un abrazo.

Han regresado los edredones a las camas, las chaquetas de punto y las mangas largas.

miércoles, 7 de octubre de 2009

Las uvas de la vida

Vendimiar las vides de la vida. Eso es lo que falta.
Racimos de vida maduros y sanos que recoger en las longevas viñas de la experiencia.
Tal vez sea demasiado pronto, sí. O tal vez no arreglé los sarmientos como debí haberlo hecho en el invierno. Hasta de la viña más joven se puede sacar un mosto lo suficientemente bueno como para ir brindando por lo ya vivido. Pero, ¿qué se va a esperar de lo que nunca se ha cuidado? Vendimiar las vides de la vida y reunir a los amigos en torno a una mesa. ¿Para qué más? La vida y los amigos.


Turza (La Rioja). En el pomo de una renovada puerta con ventano, una nota.

Siempre fuiste el más campechano de todos nosotros. Eso nadie pudo negarlo nunca. Eras el único que tenía licencia de caza y siete perros a los que alimentar, una huerta que ibas a cuidar todas las tardes y un Hyundai Galloper –de los largos, cinco puertas– el viejo coche de tu padre que él mismo te regaló cuando cumpliste los dieciocho y aún no te habías sacado el permiso de conducir. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Celebraste el cumpleaños en el Pueblo y cuando abriste el portón trasero allí estaban. La nueva escopeta que habías visto en la armería de Divino Maestro, nº 13 y aquel cachorro que te empeñaste en llamar Perdigón. Supongo que cuando tus abuelas murieron arreglar los papeles de la casa en la que habían vivido juntas durante tantos años cuidando la una de la otra –una con alzheimer y la otra con once operaciones en la espalda– fue bastante difícil para todos. Durante mucho tiempo fuiste la única compañía de aquellas dos ancianas. Supongo que en general se depende demasiado de la ciudad y cada vez se fue haciendo más difícil para todos subir cada día hasta la Aldea permitiendo que la casa con el paso de los años y las inclemencias del tiempo se fuera viniendo abajo. Entre los años que tardaste en terminar Empresariales y los que decidiste qué hacer con tu vida tuviste tiempo de enamorarte varias veces, de recorrer la Sierra de la Demanda, de escuchar más de diez berreas y convencerte de que tu pasado y tu futuro estaban en la misma casa que tu familia y tú no debisteis haber permitido que desapareciera; entre hayas, avellanos, pinos y al pie del San Lorenzo.
  
“Hoy tenía el día libre y he subido a veros. No estabais en casa.
Mi maldita manía de no avisar.
Me iré a dar una vuelta por Santo Domingo, San Millán y Berceo.
Os dejo en la ventana huesos para los perros y unos libros para los niños.”



Jaca. En la plaza de la catedral. 3 de octubre.

–Tal día como hoy les dijimos a todos que íbamos a casarnos. ¿Te acuerdas?

Cómo iba a olvidarlo. Esas cosas no se olvidan.
Estaban los amigos reunidos en torno a una mesa.



Zaragoza. Un portal en la zona centro.

“Ya se que hace mucho tiempo que no sabes nada de mí. Igual que el resto de los que éramos. Debí haber aprendido a cuidar mejor de los buenos amigos. ¿Qué tal te va con tu amor de toda la vida? ¿Todavía sabes lo que piensa con sólo mirarle a la cara y verle el gesto? –Menos mal que sigue habiendo gente como tú que lleva toda la vida cuidando de sus viñas. Por lo que sé, todavía debo ser el soltero del grupo y a mí esas artes intuitivas me van quedando un poco lejos. No sé, pasaba por aquí y he pensado que…”

La mano deja de escribir. Se lo piensa dos veces.
Arranca la hoja del cuaderno en el que estaba.
Hace una pelota con ella, se levanta y se marcha para tirarla lejos, en alguna parte.
Supone que era una tontería, que no hay racimos que recoger en esta viña.