miércoles, 7 de octubre de 2009

Las uvas de la vida

Vendimiar las vides de la vida. Eso es lo que falta.
Racimos de vida maduros y sanos que recoger en las longevas viñas de la experiencia.
Tal vez sea demasiado pronto, sí. O tal vez no arreglé los sarmientos como debí haberlo hecho en el invierno. Hasta de la viña más joven se puede sacar un mosto lo suficientemente bueno como para ir brindando por lo ya vivido. Pero, ¿qué se va a esperar de lo que nunca se ha cuidado? Vendimiar las vides de la vida y reunir a los amigos en torno a una mesa. ¿Para qué más? La vida y los amigos.


Turza (La Rioja). En el pomo de una renovada puerta con ventano, una nota.

Siempre fuiste el más campechano de todos nosotros. Eso nadie pudo negarlo nunca. Eras el único que tenía licencia de caza y siete perros a los que alimentar, una huerta que ibas a cuidar todas las tardes y un Hyundai Galloper –de los largos, cinco puertas– el viejo coche de tu padre que él mismo te regaló cuando cumpliste los dieciocho y aún no te habías sacado el permiso de conducir. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Celebraste el cumpleaños en el Pueblo y cuando abriste el portón trasero allí estaban. La nueva escopeta que habías visto en la armería de Divino Maestro, nº 13 y aquel cachorro que te empeñaste en llamar Perdigón. Supongo que cuando tus abuelas murieron arreglar los papeles de la casa en la que habían vivido juntas durante tantos años cuidando la una de la otra –una con alzheimer y la otra con once operaciones en la espalda– fue bastante difícil para todos. Durante mucho tiempo fuiste la única compañía de aquellas dos ancianas. Supongo que en general se depende demasiado de la ciudad y cada vez se fue haciendo más difícil para todos subir cada día hasta la Aldea permitiendo que la casa con el paso de los años y las inclemencias del tiempo se fuera viniendo abajo. Entre los años que tardaste en terminar Empresariales y los que decidiste qué hacer con tu vida tuviste tiempo de enamorarte varias veces, de recorrer la Sierra de la Demanda, de escuchar más de diez berreas y convencerte de que tu pasado y tu futuro estaban en la misma casa que tu familia y tú no debisteis haber permitido que desapareciera; entre hayas, avellanos, pinos y al pie del San Lorenzo.
  
“Hoy tenía el día libre y he subido a veros. No estabais en casa.
Mi maldita manía de no avisar.
Me iré a dar una vuelta por Santo Domingo, San Millán y Berceo.
Os dejo en la ventana huesos para los perros y unos libros para los niños.”



Jaca. En la plaza de la catedral. 3 de octubre.

–Tal día como hoy les dijimos a todos que íbamos a casarnos. ¿Te acuerdas?

Cómo iba a olvidarlo. Esas cosas no se olvidan.
Estaban los amigos reunidos en torno a una mesa.



Zaragoza. Un portal en la zona centro.

“Ya se que hace mucho tiempo que no sabes nada de mí. Igual que el resto de los que éramos. Debí haber aprendido a cuidar mejor de los buenos amigos. ¿Qué tal te va con tu amor de toda la vida? ¿Todavía sabes lo que piensa con sólo mirarle a la cara y verle el gesto? –Menos mal que sigue habiendo gente como tú que lleva toda la vida cuidando de sus viñas. Por lo que sé, todavía debo ser el soltero del grupo y a mí esas artes intuitivas me van quedando un poco lejos. No sé, pasaba por aquí y he pensado que…”

La mano deja de escribir. Se lo piensa dos veces.
Arranca la hoja del cuaderno en el que estaba.
Hace una pelota con ella, se levanta y se marcha para tirarla lejos, en alguna parte.
Supone que era una tontería, que no hay racimos que recoger en esta viña.

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