Parecía
hacer más frío del que hacía y junto a los bancos de la calle peatonal en la
que vivía, las palomas que le habían despertado se arremolinaban entorno al
anciano que algunos días les traía migajas de pan duro. Correteaban los
chavales haciendo ganas de comer mientras sus madres los miraban con las bolsas
de la compra a cuestas y la conversación ligera con vecinas y porteras.
Regresaba de un paseo más placentero que largo con el periódico del día bajo el
brazo y una especie de medio sonrisa en la comisura de la boca como queriendo
aprender que quien supera las desavenencias de la vida, no es ni más fuerte, ni
más piedra, sino un poco más feliz.
Entró
al bar que frecuentaba y con un vino sobre la barra hizo tiempo a que el menú
estuviera listo en la cocina. Reactivar el apetito no era un mal comienzo
aunque los guisos caseros entorno a un cuadrilla de obreros no iba a ser lo
mismo que cuando regresaba a casa, y desde el rellano, barruntaba el buen olor
que salía de los fogones, donde descansaron durante años las cerillas, desde
que apagará aquella última colilla después de un “te lo prometo” en el alfeizar
de la ventana, donde ahora se posaban las palomas antes de bajar a comer las
migajas de pan seco que un anciano les tenía preparadas.
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