martes, 2 de febrero de 2010

La mercería de los sueños. # 3


Parecía hacer más frío del que hacía y junto a los bancos de la calle peatonal en la que vivía, las palomas que le habían despertado se arremolinaban entorno al anciano que algunos días les traía migajas de pan duro. Correteaban los chavales haciendo ganas de comer mientras sus madres los miraban con las bolsas de la compra a cuestas y la conversación ligera con vecinas y porteras. Regresaba de un paseo más placentero que largo con el periódico del día bajo el brazo y una especie de medio sonrisa en la comisura de la boca como queriendo aprender que quien supera las desavenencias de la vida, no es ni más fuerte, ni más piedra, sino un poco más feliz.
Entró al bar que frecuentaba y con un vino sobre la barra hizo tiempo a que el menú estuviera listo en la cocina. Reactivar el apetito no era un mal comienzo aunque los guisos caseros entorno a un cuadrilla de obreros no iba a ser lo mismo que cuando regresaba a casa, y desde el rellano, barruntaba el buen olor que salía de los fogones, donde descansaron durante años las cerillas, desde que apagará aquella última colilla después de un “te lo prometo” en el alfeizar de la ventana, donde ahora se posaban las palomas antes de bajar a comer las migajas de pan seco que un anciano les tenía preparadas.

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