Con poco ritmo y algo de pesadumbre subió uno a uno los escalones que conducían a la entrada de la Facultad de Filosofía y Letras; como si todavía, convalenciente y con bastante poco empeño, hubiera acumulado entre pecho y espalda la edad suficiente para apoyarse en la rodilla a cada peldaño que subía.
De vuelta a casa, –prefirió dar un paseo para despejar dudas y desentumecer las piernas– mientras callejeaba por rincones que hacía tiempo no pisaba, recordó aquellos bares que fueron sus favoritos en los que ponían las mejores tapas, el zapatero que mejor clavaba los tacones, la librería en la que siempre encontraba las primeras ediciones y la bodega en la que rellenaba cada semana el vino que ella y él se tomarían antes de irse a la cama, con el que brindaban las noches hogareñas al amor de las sábanas o de la vieja manta perfumanda con lavanda que les cobijaba sobre el refugio calido del sofá. De camino a casa recordó muchos momentos y decidió que no tenía por qué olvidar ni por qué retomar su vida. Una vez más había sucumbido a la desolación. Un nuevo fracaso, como con el tabaco, a la hora de dejarlo.
Se sentó en un banco de una acera poco transitada a despejar las dudas que le acompañaban auspiciado por el escueto fulgor de una farola isabelina.
No se dio cuenta hasta poco después de haber arrojado el segundo cigarrillo al pequeño charco de agua que la lluvia de por la mañana había dejado en el alcorque del tilo que lo flanqueaba. Un pequeño escaparate que no recordaba haber visto antes y sobre él, un envejecido rótulo, como lo ojos que lo descubrían, anunciaba:
“Mercería Moira”