Tú estabas apoyada en la pared del bar. Yo a tu lado. Tenías ganas de salir. Mi amigo también. Tu amiga no. Mal plan. Para él y para ti. Mi interés, reducido. El de mi colega, constante. Tu amiga, obligada. Mi presencia, anecdótica. Te rondó un plan por la cabeza que pudo haber hecho de aquello algo mejor, pero te callas. Me dices, bailas bien, él no. Tu amiga, ¿por qué no nos vamos? Nosotros, quédate un rato. Tú estabas apoyada en la pared y yo a tu lado. Te rondó un plan por la cabeza, pero nada. Tu amiga desiste. No aguanta más. Decide marcharse. Mi amigo lo impide. Tú la convences. Te rondó un plan. Me dices, pués que se vayan juntos, que se vaya con ella. Al final como siempre. Te fuiste con tu amiga. Acudió la sospecha.
lunes, 16 de noviembre de 2009
lunes, 9 de noviembre de 2009
Al paréntesis de sus labios
Al paréntesis de sus labios es un verso.
Es un verso de un poema llamado Mutis por el foro de noviembre.
Durante años, noviembre fue ese mes que puso letra a mis silencios.
Supongo que fue el otoño, esa estación envejecida y melancólica, quien hablaba por mi boca cuando entredientes rebuscaba las palabras que acertadamente pronunciadas me otorgaran el desvarío, el tormento y el consuelo del poeta.
Pero ya las hojas caen ligeras contra el suelo / y nadie las salva.
Ha venido como siempre / con un destello entre la nubes / y el rocío entre las ramas. / Su memoria envejecida se ha acordado de otras veces / y se ha traído niebla / por los días y las noches. / Y se ha traído frío / y mediodías sin vestido.
Dejadme un minuto a solas con los charcos / y a la deriva con las hojas.
Hojas de las que hablan / y hojas de las que mueren. / Aceras taciturnas. / Lunas de las que esperan / y viento del que no vuelve.
Qué lejos quedan ya esos noviembres que hice míos y todas esas hojas secas que eran alfombras muertas tiradas en el camino a una respuesta inexistente. Ya han dejado de ser ese momento de discordia entre el cerebro y las entrañas, el escenario idílico en el que enamorarse y el ahogo incontinente del sentimiento aparentemente sosegado.
Tanto sentimiento afónico / de culpabilidad transitoria.
Un estado de ánimo. Eso era noviembre. Ahora suele serlo el mes de agosto, que nada tiene que ver con el otoño ni con los charcos ni con las hojas, pero ahora suele serlo y esa es otra historia.
Casi un retiro era noviembre para buscar explicaciones; los aciertos, los errores, lo inexplicable, lo ininteligible.
Y ahora que por fin han llamado a la puerta / sólo me rondan las moscas / mirándome raro detrás de la oreja, / hincándole el codo al talento: / vástago espurio demente, / pomo al rojo vivo naciente en su lecho / que menguando baja las quiméricas zetas / de un beodo soñoliento.
Perdió el sol la vez en la cola del suicidio / por estarse en la salida.
Pero ahora todo aquello ya no importa. Uno de estos últimos noviembres el otoño dejó de poseerme, aprendí a usarlo y disfrutarlo a mi antojo. Y de vez en cuando, por estas fechas, me otorgo el derecho de encumbrarme el ánimo todo lo más alto que el sol de invierno me permita. Que más dará si al fin y al cabo
ni me siento más despojo ni menos solo / de lo que era acostumbrado / por esas largas tardes de noviembre / que hacen mutis por el foro.
jueves, 5 de noviembre de 2009
La mercería de los sueños. # 1
El extremo de hilo humedecido en saliva se resistía a entrar por el ojo de la aguja. Sobre la punta de la nariz, las gafas de cerca y el cordel que caía desde las orejas y en torno al cuello, no hacían justicia a los años que habían ido cubriendo de pequeñas arrugas el contorno de los ojos y la comisura de su boca. Había desenterrado de entre una montonera de recuerdos la vieja caja metálica de galletas danesas, desde hacía tiempo convertida en costurero; y junto a la luz de un flexo intentaba una y otra vez, con bastante poco tino, enhebrar algo más que una aguja.
La soledad, a ciertas edades, a veces es un reto que certifica las ganas de seguir existiendo.
No había enhebrado nunca en su vida, ni siquiera lo había intentado antes. Pero lo había visto hacer cientos de veces, disfrutando de la soltura con que unos dedos expertos, escoltados por un dedal de porcelana, atravesaban con el fino hilo los orificios de las agujas más pequeñas. Al menos entonces, no parecía difícil. Y ahora aquel maldito agujero parecía estrecharse a cada intento y por mucho que se llevara el hilo a la lengua para mantenerlo fijo, se deshilachaba como jirones de tejido rancio.
Todavía la veía a ella sentada sobre el butacón de mimbre, junto a la ventana, cuando el sol y la mañana inundaban de blanco la casa, zurciendo calcetines y devolviendo al sitio los botones en las camisas de diario. Eran tan grises los días que amanecían aquel otoño como el nublo consuelo que a penas restaba en el vacío que la pérdida de la persona amada dejaba en el interior del sentimiento.
Suspiró profundamente, contempló unos segundos su reflejo en la ventana y clavando la aguja en el carrete de hilo negro desistió, cerró la caja, se quitó las gafas y cayó derrumbado sobre la mesa camilla. Sólo quería descansar un instante antes de seguir haciendo frente a la monotonía de las tardes en casa. El pasillo parecía mucho más largo y la cómoda del dormitorio quedaba ahora tan lejos como el extenso desierto en que se había convertido el otro lado de la cama.
«Creo que necesito un cigarrillo».
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