Como todas las mañanas desde que estamos aquí, una pareja de alcotanes viene a planear sobre nosotros.
Unas flores que se calleron de las coronas, en un jarroncito de barro.
En el corral, mi hermana arregla un ramillete de muérdago mientras Marta restaura un maniquí que rescató de la calle. Mi madre recoge perejil fresco para echar a las cabezas de cordero que se están haciendo lentamente en el horno de leña. Dentro de un rato mi padre aparecerá con la escopeta enfundada y las manos vacías. Como siempre, le preguntaré, qué has cogido. Esa incomprensible emoción de saber si le ha acertado a algo que corra o vuele. Yo, contemplo orgulloso las setas de cardo, ya limpias, que ayer tarde cogí en un monte cercano.
El sol, sin elevarse demasiado en el cielo, ha evaporado la niebla que hacía desaparecer el Pueblo al pie de la Sierra, y por fin calienta al abrigo del aire frío. Las nubes por fin se ven altas. Después de comer nos iremos.
Una chaqueta gris, una toalla de aseo, una estampa de no se qué Virgen.
Es inevitable que la mirada se escape a la puerta del cementerio cada vez que pasamos por la iglesia. Todavía nadie se ha atrevido a asomarse por encima de la tapia desde el promontorio que hay detrás de la cabecera. Alguien tendrá que entrar algún día a arreglar la tierra que ahora la cubre.
Un llanto incuestionable, un silencio amargo. Ya lo sabíamos. Demasiados años.
El Pueblo se llenó de coches. El día era gris. Llevamos la caja hasta el altar. Después hasta el cementerio. En la iglesia helaba. Las nubes regalaron dos momentos de sol conciso: cuando llegó y cuando la devolvieron a la tierra. Suficiente.
Los nietos y nietas, inmóviles ante la tumba de la Abuela, comprendieron que si estaban allí era gracias a ella.
Las sopas de ajo, el cine de las sábanas blancas, las historias, los refranes.
Como todas las mañanas una pareja de alcotanes viene a planear sobre nosotros.
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