sábado, 26 de diciembre de 2009

La mercería de los sueños. # 2

Un botón aguardaba en el fondo de un cenicero que no solía usar porque a ella nunca le gustó que fumara: amparo del solitario tirado al abandono, que no sabe en qué pasar el tiempo y se enciende un cigarro como si quisiera llevar la cuenta de las caladas que le restan. Hacía tiempo que las cerillas tenían su espacio reservado junto a los fogones, en la cocina, y para nada más se encendían desde aquella noche en la que justo antes de acostarse apagó en el alzeifar de la ventana la última colilla, después de un «te lo prometo».
Como casi siempre, medio transpuesto o con la mirada perdida en el infinito de la estancia, dejaba la mente en blanco y abría un hueco al silencio. La diferencia con el pasado era que para esos días de estofados en lata y despensa vacía ya se había marchado quien le trajera de vuelta, con una sonrisa, a un mundo, en noventa metros cuadrados de renta antigua, creado por y para dos enamorados.
La cerrada barba que le amanecía y la descuidada imagen del recién levantado a mediodía le querían otorgar la distinción al mérito de verse obligado a dar el paso y empezar de cero a sus casi cincuenta y tantos. Por lo visto, aquella tardenoche sin meriendacena que mediase entre la inapetencia y los comienzos, no iba a ser la que le viera salir por el portalón de Genoveva 37 a hombros de la esperanza, tras haber entrado a matar con más suerte que destreza en los vespertinos lances de aguja e hilo.
Y como nada más tenía en mente ni por delante quehaceres, intentó coger el sueño en la butaca de mimbre en la que tantas veces le vio bordar iniciales en pañuelos.
           
«Creo que necesito un cigarrillo»
De los fogones al bolsillo, una de las cerillas había encendido el cigarro que sujetaba entre los dedos. Todo un logro salir a por tabaco, ensombrecido por un nuevo fracaso a la hora de dejarlo.
Las sombras y aleteo de palomas fantasmagóricas lanzándose a volar desde el precipicio de la ventana le sacaron de entre las mantas. Parecía hacer más fríos del que hacía y en la calle los tonos grises que habían acompañado los días más tristes de su vida habían dado un suspiro de luz a la mañana como tregua breve que el enemigo no respeta. Tal vez aquel destello que proyectaba figuras negras y alargadas sobre las cortinas era el trato atento que se mereciera desde hacía ya algún tiempo, un poco de consuelo que templara con sol de invierno el escalofrío que le recorría todo el cuerpo cada vez que el corazón se le encogía pensando en lo mucho que la amaba.
Movido por la pasión del hombre que era, leído en poemarios trazados a Olivetti y en compendios filosóficos de tapas duras y hojas envejecidas, se dejó llevar por el encanto, aquel que con no poco misterio, había llamado la atención de la estudiante que tiempo después le regalara la Flor de Nieve que dejó secar entre las páginas de un viejo libro que hablaba de héroes y batallas. Movido por la pasión y el despropósito de convertirse en el estúpido que nunca fue ni nunca quiso se colocó el cabello, se dejó la barba, se vistió sin miramientos y apagó el cigarro en el cenicero donde un botón esperaba a unirse de nuevo con su ojal.

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