Hace un par de años logré reunir un puñado de textos que imprimí en un dossier a modo de relato. Hablaban de historias que tenían lugar en torno a viajes en autobús y andenes de estación. Del manuscrito original se cayeron algunos párrafos que no llegaron a coger forma. Hoy he terminado uno de ellos.
El día que nos deshicimos de la librería del local de San Agustín 18 se me antojó quedarme con dos libros. La 6ª edición de una Historia de España de Jose María Pemán (escritor monárquico que apoyó dos alzamientos militares, el de septiembre del 23 y el de julio del 36) y un diccionario de griego antiguo.
Entre las páginas del diccionario había una postal.
Querida Carmen,
Aunque la postal sea de Alicante ahora estoy en Tarragona viendo a unos amigos. Supongo que me quedaré una semana. De todos modos, cuando vuelva a Zaragoza te llamaré. Dales recuerdos de mi parte a Antonio, Isabel y Mayte, bueno y también a los niños del black power.
Un beso muy grande para ti.
No logro transcribir la firma.
Quiero leer Claudia.
Zaragoza, agosto de 1974.
La postal era una fotografía aérea de la ‘Dehesa de Campoamor’ en Alicante. Apenas una docena de edificios entre 7 y 17 plantas se levantaban en primera línea de playa. Los chiringuitos, la arena y los toldos exentos de bañistas parecían desde el aire los mínimos detalles de una maqueta con la que juega un constructor que sueña con Europa, el futuro y el turismo.
Después de leerla varias veces fue imposible acabar la traducción del texto griego que estaba realizando acerca de una persecución a caballo y unos leños que ardían en alguna hoguera. Marcó la página del diccionario con la postal para continuar con la traducción más tarde.
El verano se hacía más agradable a medida que se iba pasando. A penas faltaban unas semanas para el nuevo curso y procuraba pasar las horas de mayor calor del día en la oscuridad de su ático ejercitando lenguas muertas. Su manía de estudiar con poca luz le había costado una miopía que combatía con unas enormes gafas de pasta. Decía que así se concentraba mucho más y que a obscuras las obras de Baroja sabían mejor.
Casi no pudo esperar a que llegara la tarde para salir de casa. Había llamado a Antonio para quedar con las chicas, pero estaban en el pueblo. Se quedaron sin recuerdos. Se fue a ver a “los niños”.
El sótano era un lugar acogedor por esas fechas y como de costumbre allí abajo siempre había alguien. Café, cerveza y vino sobre la mesa. Vinilos de música negra sonando en el tocadiscos. Se sentó en un sillón a seguir el hilo de una conversación ya iniciada. Mañana habrá una charla en el aula magna de Filosofía y Letras.
Las cosas están cambiando –le decía Carmen convencida de que todo lo que hacía serviría para algo–. Mientras cambien a mejor –le respondía con bastante conformismo–. En su cabeza había aires de libertad y expresividad a los que no sabía o no podía dar salida. Carmen sabía que nunca movería un dedo por cambiar nada, que se amoldaría a lo que viniera. Y aunque no mostrara el menor interés por lo que estaba sucediendo y a veces pareciera que asentía como a los tontos cuando ella le hablaba de la última reunión y las últimas iniciativas, el semblante alegre que se traducía en el gesto sereno de sus ojos y el rictus de su boca le inspiraba algo que se asemejaba bastante al amor.
Al ver como subía al autobús quiso enamorarse, clandestinamente.
Gracias por acompañarme. Te mandaré una postal desde Alicante. O desde alguna otra parte.
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