viernes, 25 de septiembre de 2009

Una semana de septiembre

Ha llegado ya el otoño y sigues sin venir.
Ahora sé que hice bien al no hacerme ilusiones.

A estas alturas habrás vuelto a leer Mientras cenan con nosotros los amigos, aquel libro póstumo de Avelino Hernández y habrás vuelto a comprender lo bien que te vendría cambiar de aires. Abandonarlo todo y empezar en alguna otra parte, alguna otra historia que sacie esa necesidad que tienes de escribir y de la que durante tanto tiempo no te has deshecho, sólo tú sabrás por qué.

No dejo de imaginarte, cada vez que tu recuerdo viene a mí, sentado junto al hogar  de tu casa en la Sierra cuando la oscuridad de la tarde arremete repentina contra el día, sorbiendo tímidos tragos de tinto mientras controlas, con esa mirada dulce y silenciosa que te describe, la vida que vas perdonándole al fuego. Dentro de unos días subirás a la Dehesa a por endrinas. Ahora sé que hice mal al no subir a ver aquel Acebo Grande en el que aquella pareja que inventaste se amó sobre un manto de hojas secas después de preguntarte por dónde se iba al acebal, mientras me esperabas con una manta que olía a espliego junto a un chozo que llamáis el de los Pobres.

Al final no queda más que lo que has vivido y seguir haciendote daño en tu personal encierro no es más que el mal hábito que adquiriste al imaginar todo aquello que mereces vivir y todavía no has vivido.

Sabrás que por aquí han cambiado algunas cosas.
Te prometo una carta.
Un piso con tres gatas.
25 de septiembre.
(Y sigues sin venir a verme)

sábado, 19 de septiembre de 2009

En el segundo. La del medio

– ¿Veis esa ventana? En el segundo. La del medio. Pues ese es su cuarto. Ahí vive.


Parecía como si la emoción al presumir de amor adolescente le hubiera poseído.
Había quedado con tres amigas para firmarse los petos que se pondrían en las fiestas del barrio y su presencia ante la ventana del que era su nuevo novio no era casual.


Ya se conocían. Iban al mismo instituto y ya habían tenido algún acercamiento en alguna tarde de primavera cuando él con sus amigos y ella con las suyas se habían cruzado en la plaza donde por separado ellos hacían como que no miraban y ellas como que no eran observadas. Con el paso de los días, de cara hacia el verano, chicos y chicas se fueron arrimando. Sí, ya se conocían de antes, pero haberse quedado sin vacaciones por la retahíla de suspensos que habían acumulado para el fin de curso los había unido un poco más. El verano en la ciudad se hace muy largo si no se comparte sombra y césped con alguien que comprenda lo que los padres no comprenden. Y pasito a pasito fueron quedando.


Las discusiones que él tenía en casa muchas noches entre semana y la mayoría de los sábados han disminuido. Parece ser que la histérica de su madre ya no le saca de quicio. Ha dejado de emocionarse, de gritar sin talento y patalear en el suelo cuando juega a la Play y ya a penas hace caso del amigo que algunas tardes viene a silbarle desde la calle para que se asome por la ventana del segundo, la del medio, y preguntarle si puede bajar un rato. Antes era que no podía por algún castigo, porque estaban sus padres y tenía que acabar los deberes o estudiar algún examen. Ahora no baja, precisamente, porque está sólo en casa y como comprenderá el amigo que viene a buscarle, no puede bajar porque se encuentra algo liado.


Es una tranquilidad verlos recostados en las escaleras de la parroquia, justo en frente de la ventana de su cuarto, en el segundo, la del medio, haciendo caso omiso a todo cuanto sucede más allá de sus narices. Aprovechando los últimos rayos de un verano que se acaba, besándose como si su amor no se fuera a acabar nunca y eso del verano no fuera con ellos; como si no se tratara sólo de una etapa.


Lo mejor de todo es que el chico no ha dejado de escuchar su música. Hip Hop. Es su favorita. Bien alta, sin que importe si molesta o no al vecino que vive abajo. A ella también le gusta, pero algo un poco más melódico, estilo Black Eyed Peas. Lo más curioso es que aunque continúa escuchando la misma música, las letras van cambiando. Lo que antes era constantemente oscuridad, inconformismo, lucha y rebeldía ahora va tornándose en sonidos más ligeros que parecen haberle descubierto una nueva visión del mundo en el que vive. Es como si hubiera dejado subida la persiana por ver siempre algo de luz a través de su ventana. En el segundo. La del medio. Ya sea la del sol o la de las farolas de la plaza. 
– ¿Podéis ver esa ventana?

martes, 15 de septiembre de 2009

La hija del labriego

Se desvanecen los recuerdos de las mujeres que amó como el humo de los cigarros que se fuma, auspiciado por el privilegio maltraido de la soledad. Sólo ella forma parte de sus pensamientos. Flashes de luz iluminan un horizonte esta noche inalcanzable. La tormenta parece acercarse, pero como tantas otras pasará de largo. Resoplo de una yegua sin montura. Claros de luna tiñen de gris unas nubes que se muestran tímidas y alicaidas. Desde este lugar de nostalgia y retiro, el cielo parece estar mucho más cerca y solamente los motores de gigantes monstruos de viento que han conquistado la sierra, de vez en cuando, interrumpen el silencio perpetuo de los ribazos escondidos, de las piedras someras, de los campos recogidos y segados por el fuerte brazo del labriego. Los ladridos lejanos de pastores se camuflan en el tiempo, ya forman parte del paisaje. Sus quejidos son proclama de la noche. Sus aullidos, cómplices del miedo que provocan parajes como estos, sin ninguna compañía. Y mientras todo cuanto le circunda sucumbe a sus sentidos, él desearía compartir, recogido en la cintura de la hija del labriego, del pastor y el campesino, toda esa belleza que compite, con bastante poco éxito, contra la de ella. Fue verdad que iban siendo los agostos una parte innecesaria de su vida y los finales de verano el momento imprescindible para acordarse de lo poco que acostumbra a plantarle cara al corazón. Se desvanecen los recuerdos de las mujeres que amó pero no por mucho tiempo. Regresarán, y cómo no iban a hacerlo, el reproche propio, el sinsentido del poder y no querer, el automenosprecio, los lamentos. Hace algunos días confesó no haber aprendido nada de cuanto ha vivido. Y así como que todo principio tiene un final, septiembre acabará, con permiso del mes de octubre, dando paso a sus noviembres, y de la chica del labriego, del pastor y el campesino, no quedará más que el humo de los cigarros que se fuma auspiciado por ese maltraido privilegio de la soledad que le acompaña. Esta vez no hace falta que le escriba, su soledad es testigo de todo cuanto nadie ha visto. Y sus amores de verano son como todos sus amores: livianos, etéreos, incorpóreos, desfallecidos sobre el consuelo de un colchón de paja y un almohadón de lana envejecida como el alma enzarzada que le pena y que le araña desde hace ya no sabe cuánto tiempo.

jueves, 10 de septiembre de 2009

La inapelable levedad de la constancia

Septiembre se abre paso entre el horror vacui de un quiosco céntrico y urbano, como la primera entrega de una vida en fascículos. Síndromes postvacacionales desalientan intenciones, no se si buenas, malas o mediocres. Apretones de manos, abrazos y dos besos desafían pandemias entre oficinas y despachos. (Bienaventurados serán aquellos quienes logren vivir sin dar cobijo a miedos ni a temores). Coleccionistas abatidos buscan en las páginas del nuevo catálogo de Ikea la estantería perfecta que ponga un poco de esperanza en la segunda entrega de sus desesperadas vidas. Réplicas del Titanic encalladas en el olvido, soldados de plomo objetores de conciencia, las obras incompletas de algún odioso novelista.

Las madres ya no instruyen a sus hijas en el arte del ganchillo y con las pautas que marca la voz en off de un DVD, cualquiera puede emular sobre el lienzo a los grandes genios de la pintura o aprender a bailar vals en los quince metros cuadrados del salón de su casa –mobiliario incluido– como si estuviera en los inmensos salones de imperiales palacios vieneses.

¿Ahora vienes de políglota? Si no aprendiste idiomas cuando aún estabas a tiempo, qué te hace pensar que puedas hacerlo ahora que tras nueve horas de trabajo, dos horas de atasco, tres de teléfono hablando de nada y cuatro de zapping pensando en nada, has llegado sin darte cuenta a la última entrega de tu vida. ¿Por dónde andarán las ganas que te regalaron con la primera? Que no te engañen. De grandes planes están los mentideros llenos. Dejar de fumar, amortizar el gimnasio, no salir tanto…

La constancia, sí señor, ese efímero y escaso empeño en hacer de la perseverancia la religión de uno mismo. La obligación propia, la firmeza en los propósitos de cada curso que comienza. Menos mal que está entremedio Año Nuevo para recordárnoslo.

Y en fin, así comienza esta ventanita con vistas a uno mismo. Aceptando la más que probable realidad de lo que le espera a este tomo incompleto de mi vida, del que ya he perdido algún fascículo y del que ya he desgastado las tapas antes de poder encuadernarlo.

Nunca fui constante, lo admito, y lo más seguro es que este inoportuno próposito termine apartado a un lado del camino.
Para qué engañarnos.
Lo más seguro es que nunca llegue a nada.