Septiembre se abre paso entre el horror vacui de un quiosco céntrico y urbano, como la primera entrega de una vida en fascículos. Síndromes postvacacionales desalientan intenciones, no se si buenas, malas o mediocres. Apretones de manos, abrazos y dos besos desafían pandemias entre oficinas y despachos. (Bienaventurados serán aquellos quienes logren vivir sin dar cobijo a miedos ni a temores). Coleccionistas abatidos buscan en las páginas del nuevo catálogo de Ikea la estantería perfecta que ponga un poco de esperanza en la segunda entrega de sus desesperadas vidas. Réplicas del Titanic encalladas en el olvido, soldados de plomo objetores de conciencia, las obras incompletas de algún odioso novelista.
Las madres ya no instruyen a sus hijas en el arte del ganchillo y con las pautas que marca la voz en off de un DVD, cualquiera puede emular sobre el lienzo a los grandes genios de la pintura o aprender a bailar vals en los quince metros cuadrados del salón de su casa –mobiliario incluido– como si estuviera en los inmensos salones de imperiales palacios vieneses.
¿Ahora vienes de políglota? Si no aprendiste idiomas cuando aún estabas a tiempo, qué te hace pensar que puedas hacerlo ahora que tras nueve horas de trabajo, dos horas de atasco, tres de teléfono hablando de nada y cuatro de zapping pensando en nada, has llegado sin darte cuenta a la última entrega de tu vida. ¿Por dónde andarán las ganas que te regalaron con la primera? Que no te engañen. De grandes planes están los mentideros llenos. Dejar de fumar, amortizar el gimnasio, no salir tanto…
La constancia, sí señor, ese efímero y escaso empeño en hacer de la perseverancia la religión de uno mismo. La obligación propia, la firmeza en los propósitos de cada curso que comienza. Menos mal que está entremedio Año Nuevo para recordárnoslo.
Y en fin, así comienza esta ventanita con vistas a uno mismo. Aceptando la más que probable realidad de lo que le espera a este tomo incompleto de mi vida, del que ya he perdido algún fascículo y del que ya he desgastado las tapas antes de poder encuadernarlo.
Nunca fui constante, lo admito, y lo más seguro es que este inoportuno próposito termine apartado a un lado del camino.
Para qué engañarnos. Lo más seguro es que nunca llegue a nada.
Las madres ya no instruyen a sus hijas en el arte del ganchillo y con las pautas que marca la voz en off de un DVD, cualquiera puede emular sobre el lienzo a los grandes genios de la pintura o aprender a bailar vals en los quince metros cuadrados del salón de su casa –mobiliario incluido– como si estuviera en los inmensos salones de imperiales palacios vieneses.
¿Ahora vienes de políglota? Si no aprendiste idiomas cuando aún estabas a tiempo, qué te hace pensar que puedas hacerlo ahora que tras nueve horas de trabajo, dos horas de atasco, tres de teléfono hablando de nada y cuatro de zapping pensando en nada, has llegado sin darte cuenta a la última entrega de tu vida. ¿Por dónde andarán las ganas que te regalaron con la primera? Que no te engañen. De grandes planes están los mentideros llenos. Dejar de fumar, amortizar el gimnasio, no salir tanto…
La constancia, sí señor, ese efímero y escaso empeño en hacer de la perseverancia la religión de uno mismo. La obligación propia, la firmeza en los propósitos de cada curso que comienza. Menos mal que está entremedio Año Nuevo para recordárnoslo.
Y en fin, así comienza esta ventanita con vistas a uno mismo. Aceptando la más que probable realidad de lo que le espera a este tomo incompleto de mi vida, del que ya he perdido algún fascículo y del que ya he desgastado las tapas antes de poder encuadernarlo.
Nunca fui constante, lo admito, y lo más seguro es que este inoportuno próposito termine apartado a un lado del camino.
Para qué engañarnos. Lo más seguro es que nunca llegue a nada.
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