martes, 15 de septiembre de 2009

La hija del labriego

Se desvanecen los recuerdos de las mujeres que amó como el humo de los cigarros que se fuma, auspiciado por el privilegio maltraido de la soledad. Sólo ella forma parte de sus pensamientos. Flashes de luz iluminan un horizonte esta noche inalcanzable. La tormenta parece acercarse, pero como tantas otras pasará de largo. Resoplo de una yegua sin montura. Claros de luna tiñen de gris unas nubes que se muestran tímidas y alicaidas. Desde este lugar de nostalgia y retiro, el cielo parece estar mucho más cerca y solamente los motores de gigantes monstruos de viento que han conquistado la sierra, de vez en cuando, interrumpen el silencio perpetuo de los ribazos escondidos, de las piedras someras, de los campos recogidos y segados por el fuerte brazo del labriego. Los ladridos lejanos de pastores se camuflan en el tiempo, ya forman parte del paisaje. Sus quejidos son proclama de la noche. Sus aullidos, cómplices del miedo que provocan parajes como estos, sin ninguna compañía. Y mientras todo cuanto le circunda sucumbe a sus sentidos, él desearía compartir, recogido en la cintura de la hija del labriego, del pastor y el campesino, toda esa belleza que compite, con bastante poco éxito, contra la de ella. Fue verdad que iban siendo los agostos una parte innecesaria de su vida y los finales de verano el momento imprescindible para acordarse de lo poco que acostumbra a plantarle cara al corazón. Se desvanecen los recuerdos de las mujeres que amó pero no por mucho tiempo. Regresarán, y cómo no iban a hacerlo, el reproche propio, el sinsentido del poder y no querer, el automenosprecio, los lamentos. Hace algunos días confesó no haber aprendido nada de cuanto ha vivido. Y así como que todo principio tiene un final, septiembre acabará, con permiso del mes de octubre, dando paso a sus noviembres, y de la chica del labriego, del pastor y el campesino, no quedará más que el humo de los cigarros que se fuma auspiciado por ese maltraido privilegio de la soledad que le acompaña. Esta vez no hace falta que le escriba, su soledad es testigo de todo cuanto nadie ha visto. Y sus amores de verano son como todos sus amores: livianos, etéreos, incorpóreos, desfallecidos sobre el consuelo de un colchón de paja y un almohadón de lana envejecida como el alma enzarzada que le pena y que le araña desde hace ya no sabe cuánto tiempo.

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