nota de prensa sin publicar enviada a los medios Sucesos. 1 de enero
Un cotillón privado de Nochevieja finaliza con un tiroteo y tres muertos.
El tiroteo tuvo lugar diez minutos después de las campanadas de media noche según algunos testigos que pasaban en ese momento por la calle. “Al principio pensamos que se trataba de una traca de petardos”. Una pareja de jóvenes que estaban celebrando el fin de año y se dirigía a una famosa discoteca en esa misma calle del centro financiero de la ciudad vieron a varios grupos de personas abandonar de forma precipitada el edificio en el que horas después se encontraron los cadáveres. “En ese momento no sospechamos nada y a la salida del bar nos encontramos con el cordón policial y la prensa”, declaraba uno de los testigos del tiroteo que ha preferido mantener el anonimato. Una llamada sin identificar realizada a la policía en torno a las 3 de la madrugada avisó de lo sucedido. Los cuerpos se encontraron en la segunda planta de un edificio de reciente construcción destinado a apartamentos de lujo y cuyo propietario, al término de la redacción del presente teletipo, todavía se desconoce. El bloque de apartamentos se encuentra sin inquilinos por lo que el edificio en el momento del suceso se encontraba completamente vacío a excepción de los invitados a la fiesta. Según el portavoz de la policía, los primeros indicios hacen pensar en un ajuste de cuentas, pero será fundamental para la investigación abierta identificar no sólo los cuerpos encontrados sino también a las personas que fueron invitadas a la fiesta así como a las personas que alquilaron el apartamento y organizaron el cotillón.
Un botón aguardaba en el fondo de un cenicero que no solía usar porque a ella nunca le gustó que fumara: amparo del solitario tirado al abandono, que no sabe en qué pasar el tiempo y se enciende un cigarro como si quisiera llevar la cuenta de las caladas que le restan. Hacía tiempo que las cerillas tenían su espacio reservado junto a los fogones, en la cocina, y para nada más se encendían desde aquella noche en la que justo antes de acostarse apagó en el alzeifar de la ventana la última colilla, después de un «te lo prometo».
Como casi siempre, medio transpuesto o con la mirada perdida en el infinito de la estancia, dejaba la mente en blanco y abría un hueco al silencio. La diferencia con el pasado era que para esos días de estofados en lata y despensa vacía ya se había marchado quien le trajera de vuelta, con una sonrisa, a un mundo, en noventa metros cuadrados de renta antigua, creado por y para dos enamorados.
La cerrada barba que le amanecía y la descuidada imagen del recién levantado a mediodía le querían otorgar la distinción al mérito de verse obligado a dar el paso y empezar de cero a sus casi cincuenta y tantos. Por lo visto, aquella tardenoche sin meriendacena que mediase entre la inapetencia y los comienzos, no iba a ser la que le viera salir por el portalón de Genoveva 37 a hombros de la esperanza, tras haber entrado a matar con más suerte que destreza en los vespertinos lances de aguja e hilo.
Y como nada más tenía en mente ni por delante quehaceres, intentó coger el sueño en la butaca de mimbre en la que tantas veces le vio bordar iniciales en pañuelos.
«Creo que necesito un cigarrillo»
De los fogones al bolsillo, una de las cerillas había encendido el cigarro que sujetaba entre los dedos. Todo un logro salir a por tabaco, ensombrecido por un nuevo fracaso a la hora de dejarlo.
Las sombras y aleteo de palomas fantasmagóricas lanzándose a volar desde el precipicio de la ventana le sacaron de entre las mantas. Parecía hacer más fríos del que hacía y en la calle los tonos grises que habían acompañado los días más tristes de su vida habían dado un suspiro de luz a la mañana como tregua breve que el enemigo no respeta. Tal vez aquel destello que proyectaba figuras negras y alargadas sobre las cortinas era el trato atento que se mereciera desde hacía ya algún tiempo, un poco de consuelo que templara con sol de invierno el escalofrío que le recorría todo el cuerpo cada vez que el corazón se le encogía pensando en lo mucho que la amaba.
Movido por la pasión del hombre que era, leído en poemarios trazados a Olivetti y en compendios filosóficos de tapas duras y hojas envejecidas, se dejó llevar por el encanto, aquel que con no poco misterio, había llamado la atención de la estudiante que tiempo después le regalara la Flor de Nieve que dejó secar entre las páginas de un viejo libro que hablaba de héroes y batallas. Movido por la pasión y el despropósito de convertirse en el estúpido que nunca fue ni nunca quiso se colocó el cabello, se dejó la barba, se vistió sin miramientos y apagó el cigarro en el cenicero donde un botón esperaba a unirse de nuevo con su ojal.
Como todas las mañanas desde que estamos aquí, una pareja de alcotanes viene a planear sobre nosotros.
Unas flores que se calleron de las coronas, en un jarroncito de barro.
En el corral, mi hermana arregla un ramillete de muérdago mientras Marta restaura un maniquí que rescató de la calle. Mi madre recoge perejil fresco para echar a las cabezas de cordero que se están haciendo lentamente en el horno de leña. Dentro de un rato mi padre aparecerá con la escopeta enfundada y las manos vacías. Como siempre, le preguntaré, qué has cogido. Esa incomprensible emoción de saber si le ha acertado a algo que corra o vuele. Yo, contemplo orgulloso las setas de cardo, ya limpias, que ayer tarde cogí en un monte cercano.
El sol, sin elevarse demasiado en el cielo, ha evaporado la niebla que hacía desaparecer el Pueblo al pie de la Sierra, y por fin calienta al abrigo del aire frío. Las nubes por fin se ven altas. Después de comer nos iremos.
Una chaqueta gris, una toalla de aseo, una estampa de no se qué Virgen.
Es inevitable que la mirada se escape a la puerta del cementerio cada vez que pasamos por la iglesia. Todavía nadie se ha atrevido a asomarse por encima de la tapia desde el promontorio que hay detrás de la cabecera. Alguien tendrá que entrar algún día a arreglar la tierra que ahora la cubre.
Un llanto incuestionable, un silencio amargo. Ya lo sabíamos. Demasiados años.
El Pueblo se llenó de coches. El día era gris. Llevamos la caja hasta el altar. Después hasta el cementerio. En la iglesia helaba. Las nubes regalaron dos momentos de sol conciso: cuando llegó y cuando la devolvieron a la tierra. Suficiente.
Los nietos y nietas, inmóviles ante la tumba de la Abuela, comprendieron que si estaban allí era gracias a ella.
Las sopas de ajo, el cine de las sábanas blancas, las historias, los refranes.
Como todas las mañanas una pareja de alcotanes viene a planear sobre nosotros.
Tú estabas apoyada en la pared del bar. Yo a tu lado. Tenías ganas de salir. Mi amigo también. Tu amiga no. Mal plan. Para él y para ti. Mi interés, reducido. El de mi colega, constante. Tu amiga, obligada. Mi presencia, anecdótica. Te rondó un plan por la cabeza que pudo haber hecho de aquello algo mejor, pero te callas. Me dices, bailas bien, él no. Tu amiga, ¿por qué no nos vamos? Nosotros, quédate un rato. Tú estabas apoyada en la pared y yo a tu lado. Te rondó un plan por la cabeza, pero nada. Tu amiga desiste. No aguanta más. Decide marcharse. Mi amigo lo impide. Tú la convences. Te rondó un plan. Me dices, pués que se vayan juntos, que se vaya con ella. Al final como siempre. Te fuiste con tu amiga. Acudió la sospecha.
Es un verso de un poema llamado Mutis por el foro de noviembre.
Durante años, noviembre fue ese mes que puso letra a mis silencios.
Supongo que fue el otoño, esa estación envejecida y melancólica, quien hablaba por mi boca cuando entredientes rebuscaba las palabras que acertadamente pronunciadas me otorgaran el desvarío, el tormento y el consuelo del poeta.
Pero ya las hojas caen ligeras contra el suelo / y nadie las salva.
Ha venido como siempre / con un destello entre la nubes / y el rocío entre las ramas. / Su memoria envejecida se ha acordado de otras veces / y se ha traído niebla / por los días y las noches. / Y se ha traído frío / y mediodías sin vestido.
Dejadme un minuto a solas con los charcos / y a la deriva con las hojas.
Hojas de las que hablan / y hojas de las que mueren. / Aceras taciturnas. / Lunas de las que esperan / y viento del que no vuelve.
Qué lejos quedan ya esos noviembres que hice míos y todas esas hojas secas que eran alfombras muertas tiradas en el camino a una respuesta inexistente. Ya han dejado de ser ese momento de discordia entre el cerebro y las entrañas, el escenario idílico en el que enamorarse y el ahogo incontinente del sentimiento aparentemente sosegado.
Tanto sentimiento afónico / de culpabilidad transitoria.
Un estado de ánimo. Eso era noviembre. Ahora suele serlo el mes de agosto, que nada tiene que ver con el otoño ni con los charcos ni con las hojas, pero ahora suele serlo y esa es otra historia.
Casi un retiro era noviembre para buscar explicaciones; los aciertos, los errores, lo inexplicable, lo ininteligible.
Y ahora que por fin han llamado a la puerta / sólo me rondan las moscas / mirándome raro detrás de la oreja, / hincándole el codo al talento: / vástago espurio demente, / pomo al rojo vivo naciente en su lecho / que menguando baja las quiméricas zetas / de un beodo soñoliento.
Perdió el sol la vez en la cola del suicidio / por estarse en la salida.
Pero ahora todo aquello ya no importa. Uno de estos últimos noviembres el otoño dejó de poseerme, aprendí a usarlo y disfrutarlo a mi antojo. Y de vez en cuando, por estas fechas, me otorgo el derecho de encumbrarme el ánimo todo lo más alto que el sol de invierno me permita. Que más dará si al fin y al cabo
ni me siento más despojo ni menos solo / de lo que era acostumbrado / por esas largas tardes de noviembre / que hacen mutis por el foro.
El extremo de hilo humedecido en saliva se resistía a entrar por el ojo de la aguja. Sobre la punta de la nariz, las gafas de cerca y el cordel que caía desde las orejas y en torno al cuello, no hacían justicia a los años que habían ido cubriendo de pequeñas arrugas el contorno de los ojos y la comisura de su boca. Había desenterrado de entre una montonera de recuerdos la vieja caja metálica de galletas danesas, desde hacía tiempo convertida en costurero; y junto a la luz de un flexo intentaba una y otra vez, con bastante poco tino, enhebrar algo más que una aguja.
La soledad, a ciertas edades, a veces es un reto que certifica las ganas de seguir existiendo.
No había enhebrado nunca en su vida, ni siquiera lo había intentado antes. Pero lo había visto hacer cientos de veces, disfrutando de la soltura con que unos dedos expertos, escoltados por un dedal de porcelana, atravesaban con el fino hilo los orificios de las agujas más pequeñas. Al menos entonces, no parecía difícil. Y ahora aquel maldito agujero parecía estrecharse a cada intento y por mucho que se llevara el hilo a la lengua para mantenerlo fijo, se deshilachaba como jirones de tejido rancio.
Todavía la veía a ella sentada sobre el butacón de mimbre, junto a la ventana, cuando el sol y la mañana inundaban de blanco la casa, zurciendo calcetines y devolviendo al sitio los botones en las camisas de diario. Eran tan grises los días que amanecían aquel otoño como el nublo consuelo que a penas restaba en el vacío que la pérdida de la persona amada dejaba en el interior del sentimiento.
Suspiró profundamente, contempló unos segundos su reflejo en la ventana y clavando la aguja en el carrete de hilo negro desistió, cerró la caja, se quitó las gafas y cayó derrumbado sobre la mesa camilla. Sólo quería descansar un instante antes de seguir haciendo frente a la monotonía de las tardes en casa. El pasillo parecía mucho más largo y la cómoda del dormitorio quedaba ahora tan lejos como el extenso desierto en que se había convertido el otro lado de la cama.
Subió al autobús con semblante triste. Se quedó un momento frente a la puerta hasta que decidió que estaba lo suficientemente cansada como para sentarse. En frente estaba él, con cara seria. Como al resto de pasajeros, quiso ignorarla. Distrajo la mirada en el teatro que ofrecía la calle a través de la ventana. Por un momento logra dejar la mente en blanco. Ella se quedó observándolo. Ninguno de los dos sabe los minutos que han pasado. Cuando él levanta la cabeza ella está ahí con su mirada triste y fija, no la aparta de sus ojos, se la aguanta como si ambos quisieran que el otro supiera que lo mira hasta que él desiste, se avergüenza o qué se yo, y devuelve la trayectoria de la vista hacia el teatro que ofrecía la calle a través de la ventana. Ella no ha apartado la mirada y sigue esperando que se vuelva hacia ella. Él recuerda aquel corto titulado El columpio. Cada vez que alza de nuevo la cabeza hace como que pasea la mirada por el autobús pero es para ver si ella le sigue mirando. Es cierto, le sigue mirando. No se atreve a encontrarse otra vez con su mirada. No sabe si es la tristeza de su cara o es que simplemente es guapa. Mayor y guapa. Ella se baja en la estación. Él sigue hasta casa.
Me dijo, veo que tienes las cosas muy claras. Yo, como si tuviera razón y como quien calla otorga, no dije nada. Supongo que la engañaba al darle la callada por respuesta y que debí haber despejado mis dudas y destaparme ante ella negando con la cabeza pero, sí sí, veo que tienes las cosas muy claras. No estaría tan seguro.
A diferencia de mucha gente que conozco, malacostumbro a caminar sin levantar demasiado los pies del suelo, a veces casi los arrastro, es por eso que tropiezo a menudo y es por eso que a menudo nunca llego a nada, nunca pasa nada. Ni corro riesgos, ni vivo en las nubes, ni hablo demasiado, ni actúo sin pensarlo y aún así sigo estando hecho al uso del fracaso.
Que nadie siga mis pasos. Arriesgad, volad, hablad, actuad.
Vivir bajo seguro no garantiza nunca nada y quienes despegan más a menudo los pies del suelo son aquellos que bailan con los más guapos, quienes se llevan el gato el agua y quienes la consiguen aunque no tengan muy claro qué es lo que persiguen. Sí sí, las cosas muy claras. Y de qué me sirve, debí haber contestado en lugar de perder la mirada.
–Cómo sabía yo que algo iba a hacer, cuando las piernas me dolían –Dijo la Abuela mientras dejaba el bastón apoyado contra la pared de la cocina y se sentaba a la mesa para cenar unas sopas de ajo.
Una vez que comienza el otoño en esta ciudad, el entretiempo dura cuatro días.
Ha llegado el frío. Ya lo echaba de menos.
El veranillo de San Martín se hará de rogar.
Ha llegado el frío y la temprana anochecida.
Octubre oscurece como por sorpresa con la muerte súbita de sus tardes.
Como por sorpresa vuelve también el viento –frío– despejando el cielo.
Despojándolo de alambradas.
Sentado también a la mesa, el Nieto se sacude la apatía estirando todo el cuerpo como si estuviera recién levantado.
–¡Ahí va! Qué abrazo se ha perdido –Dice la Abuela antes de agarrar la cuchara.
Y es verdad. Los que se han perdido.
Ahora mismo me vendría bien algo de calor con un abrazo.
Han regresado los edredones a las camas, las chaquetas de punto y las mangas largas.
Vendimiar las vides de la vida. Eso es lo que falta.
Racimos de vida maduros y sanos que recoger en las longevas viñas de la experiencia.
Tal vez sea demasiado pronto, sí. O tal vez no arreglé los sarmientos como debí haberlo hecho en el invierno. Hasta de la viña más joven se puede sacar un mosto lo suficientemente bueno como para ir brindando por lo ya vivido. Pero, ¿qué se va a esperar de lo que nunca se ha cuidado? Vendimiar las vides de la vida y reunir a los amigos en torno a una mesa. ¿Para qué más? La vida y los amigos.
…
Turza (La Rioja). En el pomo de una renovada puerta con ventano, una nota.
Siempre fuiste el más campechano de todos nosotros. Eso nadie pudo negarlo nunca. Eras el único que tenía licencia de caza y siete perros a los que alimentar, una huerta que ibas a cuidar todas las tardes y un Hyundai Galloper –de los largos, cinco puertas– el viejo coche de tu padre que él mismo te regaló cuando cumpliste los dieciocho y aún no te habías sacado el permiso de conducir. Lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Celebraste el cumpleaños en el Pueblo y cuando abriste el portón trasero allí estaban. La nueva escopeta que habías visto en la armería de Divino Maestro, nº 13 y aquel cachorro que te empeñaste en llamar Perdigón. Supongo que cuando tus abuelas murieron arreglar los papeles de la casa en la que habían vivido juntas durante tantos años cuidando la una de la otra –una con alzheimer y la otra con once operaciones en la espalda– fue bastante difícil para todos. Durante mucho tiempo fuiste la única compañía de aquellas dos ancianas. Supongo que en general se depende demasiado de la ciudad y cada vez se fue haciendo más difícil para todos subir cada día hasta la Aldea permitiendo que la casa con el paso de los años y las inclemencias del tiempo se fuera viniendo abajo. Entre los años que tardaste en terminar Empresariales y los que decidiste qué hacer con tu vida tuviste tiempo de enamorarte varias veces, de recorrer la Sierra de la Demanda, de escuchar más de diez berreas y convencerte de que tu pasado y tu futuro estaban en la misma casa que tu familia y tú no debisteis haber permitido que desapareciera; entre hayas, avellanos, pinos y al pie del San Lorenzo.
“Hoy tenía el día libre y he subido a veros. No estabais en casa.
Mi maldita manía de no avisar.
Me iré a dar una vuelta por Santo Domingo, San Millán y Berceo.
Os dejo en la ventana huesos para los perros y unos libros para los niños.”
…
Jaca. En la plaza de la catedral. 3 de octubre.
–Tal día como hoy les dijimos a todos que íbamos a casarnos. ¿Te acuerdas?
Cómo iba a olvidarlo. Esas cosas no se olvidan.
Estaban los amigos reunidos en torno a una mesa.
…
Zaragoza. Un portal en la zona centro.
“Ya se que hace mucho tiempo que no sabes nada de mí. Igual que el resto de los que éramos. Debí haber aprendido a cuidar mejor de los buenos amigos. ¿Qué tal te va con tu amor de toda la vida? ¿Todavía sabes lo que piensa con sólo mirarle a la cara y verle el gesto? –Menos mal que sigue habiendo gente como tú que lleva toda la vida cuidando de sus viñas. Por lo que sé, todavía debo ser el soltero del grupo y a mí esas artes intuitivas me van quedando un poco lejos. No sé, pasaba por aquí y he pensado que…”
La mano deja de escribir. Se lo piensa dos veces.
Arranca la hoja del cuaderno en el que estaba.
Hace una pelota con ella, se levanta y se marcha para tirarla lejos, en alguna parte.
Supone que era una tontería, que no hay racimos que recoger en esta viña.
A estas alturas habrás vuelto a leer Mientras cenan con nosotros los amigos, aquel libro póstumo de Avelino Hernández y habrás vuelto a comprender lo bien que te vendría cambiar de aires. Abandonarlo todo y empezar en alguna otra parte, alguna otra historia que sacie esa necesidad que tienes de escribir y de la que durante tanto tiempo no te has deshecho, sólo tú sabrás por qué.
No dejo de imaginarte, cada vez que tu recuerdo viene a mí, sentado junto al hogar de tu casa en la Sierra cuando la oscuridad de la tarde arremete repentina contra el día, sorbiendo tímidos tragos de tinto mientras controlas, con esa mirada dulce y silenciosa que te describe, la vida que vas perdonándole al fuego. Dentro de unos días subirás a la Dehesa a por endrinas. Ahora sé que hice mal al no subir a ver aquel Acebo Grande en el que aquella pareja que inventaste se amó sobre un manto de hojas secas después de preguntarte por dónde se iba al acebal, mientras me esperabas con una manta que olía a espliego junto a un chozo que llamáis el de los Pobres.
Al final no queda más que lo que has vivido y seguir haciendote daño en tu personal encierro no es más que el mal hábito que adquiriste al imaginar todo aquello que mereces vivir y todavía no has vivido.
– ¿Veis esa ventana? En el segundo. La del medio. Pues ese es su cuarto. Ahí vive.
Parecía como si la emoción al presumir de amor adolescente le hubiera poseído.
Había quedado con tres amigas para firmarse los petos que se pondrían en las fiestas del barrio y su presencia ante la ventana del que era su nuevo novio no era casual.
Ya se conocían. Iban al mismo instituto y ya habían tenido algún acercamiento en alguna tarde de primavera cuando él con sus amigos y ella con las suyas se habían cruzado en la plaza donde por separado ellos hacían como que no miraban y ellas como que no eran observadas. Con el paso de los días, de cara hacia el verano, chicos y chicas se fueron arrimando. Sí, ya se conocían de antes, pero haberse quedado sin vacaciones por la retahíla de suspensos que habían acumulado para el fin de curso los había unido un poco más. El verano en la ciudad se hace muy largo si no se comparte sombra y césped con alguien que comprenda lo que los padres no comprenden. Y pasito a pasito fueron quedando.
Las discusiones que él tenía en casa muchas noches entre semana y la mayoría de los sábados han disminuido. Parece ser que la histérica de su madre ya no le saca de quicio. Ha dejado de emocionarse, de gritar sin talento y patalear en el suelo cuando juega a la Play y ya a penas hace caso del amigo que algunas tardes viene a silbarle desde la calle para que se asome por la ventana del segundo, la del medio, y preguntarle si puede bajar un rato. Antes era que no podía por algún castigo, porque estaban sus padres y tenía que acabar los deberes o estudiar algún examen. Ahora no baja, precisamente, porque está sólo en casa y como comprenderá el amigo que viene a buscarle, no puede bajar porque se encuentra algo liado.
Es una tranquilidad verlos recostados en las escaleras de la parroquia, justo en frente de la ventana de su cuarto, en el segundo, la del medio, haciendo caso omiso a todo cuanto sucede más allá de sus narices. Aprovechando los últimos rayos de un verano que se acaba, besándose como si su amor no se fuera a acabar nunca y eso del verano no fuera con ellos; como si no se tratara sólo de una etapa.
Lo mejor de todo es que el chico no ha dejado de escuchar su música. Hip Hop. Es su favorita. Bien alta, sin que importe si molesta o no al vecino que vive abajo. A ella también le gusta, pero algo un poco más melódico, estilo Black Eyed Peas. Lo más curioso es que aunque continúa escuchando la misma música, las letras van cambiando. Lo que antes era constantemente oscuridad, inconformismo, lucha y rebeldía ahora va tornándose en sonidos más ligeros que parecen haberle descubierto una nueva visión del mundo en el que vive. Es como si hubiera dejado subida la persiana por ver siempre algo de luz a través de su ventana. En el segundo. La del medio. Ya sea la del sol o la de las farolas de la plaza. – ¿Podéis ver esa ventana?
Se desvanecen los recuerdos de las mujeres que amó como el humo de los cigarros que se fuma, auspiciado por el privilegio maltraido de la soledad. Sólo ella forma parte de sus pensamientos. Flashes de luz iluminan un horizonte esta noche inalcanzable. La tormenta parece acercarse, pero como tantas otras pasará de largo. Resoplo de una yegua sin montura. Claros de luna tiñen de gris unas nubes que se muestran tímidas y alicaidas. Desde este lugar de nostalgia y retiro, el cielo parece estar mucho más cerca y solamente los motores de gigantes monstruos de viento que han conquistado la sierra, de vez en cuando, interrumpen el silencio perpetuo de los ribazos escondidos, de las piedras someras, de los campos recogidos y segados por el fuerte brazo del labriego. Los ladridos lejanos de pastores se camuflan en el tiempo, ya forman parte del paisaje. Sus quejidos son proclama de la noche. Sus aullidos, cómplices del miedo que provocan parajes como estos, sin ninguna compañía. Y mientras todo cuanto le circunda sucumbe a sus sentidos, él desearía compartir, recogido en la cintura de la hija del labriego, del pastor y el campesino, toda esa belleza que compite, con bastante poco éxito, contra la de ella. Fue verdad que iban siendo los agostos una parte innecesaria de su vida y los finales de verano el momento imprescindible para acordarse de lo poco que acostumbra a plantarle cara al corazón. Se desvanecen los recuerdos de las mujeres que amó pero no por mucho tiempo. Regresarán, y cómo no iban a hacerlo, el reproche propio, el sinsentido del poder y no querer, el automenosprecio, los lamentos. Hace algunos días confesó no haber aprendido nada de cuanto ha vivido. Y así como que todo principio tiene un final, septiembre acabará, con permiso del mes de octubre, dando paso a sus noviembres, y de la chica del labriego, del pastor y el campesino, no quedará más que el humo de los cigarros que se fuma auspiciado por ese maltraido privilegio de la soledad que le acompaña. Esta vez no hace falta que le escriba, su soledad es testigo de todo cuanto nadie ha visto. Y sus amores de verano son como todos sus amores: livianos, etéreos, incorpóreos, desfallecidos sobre el consuelo de un colchón de paja y un almohadón de lana envejecida como el alma enzarzada que le pena y que le araña desde hace ya no sabe cuánto tiempo.
Septiembre se abre paso entre el horror vacui de un quiosco céntrico y urbano, como la primera entrega de una vida en fascículos. Síndromes postvacacionales desalientan intenciones, no se si buenas, malas o mediocres. Apretones de manos, abrazos y dos besos desafían pandemias entre oficinas y despachos. (Bienaventurados serán aquellos quienes logren vivir sin dar cobijo a miedos ni a temores). Coleccionistas abatidos buscan en las páginas del nuevo catálogo de Ikea la estantería perfecta que ponga un poco de esperanza en la segunda entrega de sus desesperadas vidas. Réplicas del Titanic encalladas en el olvido, soldados de plomo objetores de conciencia, las obras incompletas de algún odioso novelista.
Las madres ya no instruyen a sus hijas en el arte del ganchillo y con las pautas que marca la voz en off de un DVD, cualquiera puede emular sobre el lienzo a los grandes genios de la pintura o aprender a bailar vals en los quince metros cuadrados del salón de su casa –mobiliario incluido– como si estuviera en los inmensos salones de imperiales palacios vieneses.
¿Ahora vienes de políglota? Si no aprendiste idiomas cuando aún estabas a tiempo, qué te hace pensar que puedas hacerlo ahora que tras nueve horas de trabajo, dos horas de atasco, tres de teléfono hablando de nada y cuatro de zapping pensando en nada, has llegado sin darte cuenta a la última entrega de tu vida. ¿Por dónde andarán las ganas que te regalaron con la primera? Que no te engañen. De grandes planes están los mentideros llenos. Dejar de fumar, amortizar el gimnasio, no salir tanto…
La constancia, sí señor, ese efímero y escaso empeño en hacer de la perseverancia la religión de uno mismo. La obligación propia, la firmeza en los propósitos de cada curso que comienza. Menos mal que está entremedio Año Nuevo para recordárnoslo.
Y en fin, así comienza esta ventanita con vistas a uno mismo. Aceptando la más que probable realidad de lo que le espera a este tomo incompleto de mi vida, del que ya he perdido algún fascículo y del que ya he desgastado las tapas antes de poder encuadernarlo.
Nunca fui constante, lo admito, y lo más seguro es que este inoportuno próposito termine apartado a un lado del camino.
Para qué engañarnos. Lo más seguro es que nunca llegue a nada.